MARTES 17

1Cor 12, 12-14. 27-31
Hermanos, así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo. Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo –judíos y griegos, esclavos y hombres libres– y todos hemos bebido de un mismo Espíritu.
El cuerpo no se compone de un solo miembro sino de muchos. Ustedes son el Cuerpo de Cristo, y cada uno en particular, miembros de ese Cuerpo. En la Iglesia, hay algunos que han sido establecidos por Dios, en primer lugar, como apóstoles; en segundo lugar, como profetas; en tercer lugar, como doctores. Después vienen los que han recibido el don de hacer milagros, el don de curar, el don de socorrer a los necesitados, el don de gobernar y el don de lenguas. ¿Acaso todos son apóstoles? ¿Todos profetas? ¿Todos doctores? ¿Todos hacen milagros? ¿Todos tienen el don de curar? ¿Todos tienen el don de lenguas o el don de interpretarlas?
Ustedes, por su parte, aspiren a los dones más perfectos. Y ahora voy a mostrarles un camino más perfecto todavía.


Sal 99
Sirvamos al Señor con alegría. 
Alabemos a Dios todos los hombres, sirvamos al Señor con alegría y con júbilo entremos en su templo. 
Sirvamos al Señor con alegría. 
Reconozcamos que el Señor es Dios, que él fue quien nos hizo y somos suyos, que somos su pueblo y su rebaño. 
Sirvamos al Señor con alegría. 
Entremos por sus puertas dando gracias, crucemos por sus atrios entre himnos, alabando al Señor y bendiciéndolo. 
Sirvamos al Señor con alegría. 
Porque el Señor es bueno, bendigámoslo, porque es eterna su misericordia y su fidelidad nunca se acaba. 
Sirvamos al Señor con alegría.


Lc 7, 11-17
En aquel tiempo, Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: «No llores». Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: «Joven, yo te lo ordeno, levántate». El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo». El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.