MARTES 1

Job 3, 1-3. 11. 16. 12-15. 17. 20-23
Después de esto, Job rompió el silencio y maldijo el día de su nacimiento. Tomó la palabra y exclamó:
¡Desaparezca el día en que nací y la noche que dijo: “Ha sido engendrado un varón”!
¿Por qué no me morí al nacer? ¿Por qué no expiré al salir del vientre materno?
O no existiría, como un aborto enterrado, como los niños que nunca vieron la luz.
¿Por qué me recibieron dos rodillas y dos pechos me dieron de mamar?
Ahora yacería tranquilo, estaría dormido y así descansaría, junto con los reyes y consejeros de la tierra que se hicieron construir mausoleos, o con los príncipes que poseían oro y llenaron de plata sus moradas.
Allí, los malvados dejan de agitarse, allí descansan los que están extenuados.
¿Para qué dar la luz a un desdichado y la vida a los que están llenos de amargura, a los que ansían en vano la muerte y la buscan más que a un tesoro, a los que se alegrarían de llegar a la tumba y se llenarían de júbilo al encontrar un sepulcro, al hombre que se le cierra el camino y al que Dios cerca por todas partes?


Sal 87
Señor, presta oído a mi clamor. 
Señor, Dios mío, de día te pido auxilio, de noche grito en tu presencia. Que llegue hasta ti mi súplica, presta oído a mi clamor. 
Señor, presta oído a mi clamor. 
Porque mi alma está llena de desdichas y mi vida está al borde del abismo; ya me cuentan entre los que bajan a la tumba, soy como un inválido. 
Señor, presta oído a mi clamor. 
Tengo ya mi lugar entre los muertos, igual que los cadáveres que yacen en las tumbas, de los cuales, Señor, ya no te acuerdas, porque fueron arrancados de tu mano. 
Señor, presta oído a mi clamor. 
Me has colocado en el fondo de la tumba, en las tinieblas del abismo. Tu cólera pesa sobre mí, y estrellas contra mí todas tus olas. 
Señor, presta oído a mi clamor.


Lc 9, 51-56
En aquel tiempo, cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?». Pero él se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo.