VIERNES 21

1Mac 4, 36-37. 52-59
En aquellos días, Judas y sus hermanos dijeron: “Nuestros enemigos han sido aplastados; subamos a purificar el Santuario y a celebrar su dedicación”. Entonces se reunió todo el ejército y subieron al monte Sión.
El día veinticinco del noveno mes, llamado Quisleu, del año ciento cuarenta y ocho, se levantaron al despuntar el alba y ofrecieron un sacrificio conforme a la Ley, sobre el nuevo altar de los holocaustos que habían erigido. Este fue dedicado con cantos, cítaras, arpas y címbalos, justamente en el mismo mes y en el mismo día en que los paganos lo habían profanado. Todo el pueblo cayó con el rostro en tierra y adoraron y bendijeron al Cielo que les había dado la victoria. Durante ocho días celebraron la dedicación del altar, ofreciendo con alegría holocaustos y sacrificios de comunión y de acción de gracias. Adornaron la fachada del Templo con coronas de oro y pequeños escudos, restauraron las entradas y las salas, y les pusieron puertas. En todo el pueblo reinó una inmensa alegría, y así quedó borrado el ultraje infligido por los paganos.
Judas, de acuerdo con sus hermanos y con toda la asamblea de Israel, determinó que cada año, a su debido tiempo y durante ocho días a contar del veinticinco del mes de Quisleu, se celebrara con júbilo y regocijo el aniversario de la dedicación del altar.


Sal (1Cr 29)
Bendito seas, Señor, Dios nuestro. 
Bendito seas, Señor, Dios de nuestro padre Jacob, desde siempre y para siempre. 
Bendito seas, Señor, Dios nuestro. 
Tuya es la grandeza y el poder, el honor, la majestad y la gloria, pues tuyo es cuanto hay en el cielo y en la tierra. 
Bendito seas, Señor, Dios nuestro. 
Tuyo, Señor, es el reino, tú estás por encima de todos los reyes. De ti provienen las riquezas y la gloria. 
Bendito seas, Señor, Dios nuestro. 
Tú lo gobiernas todo, en tu mano están la fuerza y el poder y de tu mano proceden la gloria y la fortaleza. 
Bendito seas, Señor, Dios nuestro.


Lc 19, 45-48
En aquel tiempo, al entrar al Templo, Jesús se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Está escrito: Mi casa será una casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones».
Y diariamente enseñaba en el Templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los más importantes del pueblo, buscaban la forma de matarlo. Pero no sabían cómo hacerlo, porque todo el pueblo lo escuchaba y estaba pendiente de sus palabras.